Fue un momento de pánico familiar cuando en el grupo de Whatsapp del colegio del niño, avisaron la suspensión de clases, por Alerta de Coronavirus. ¡Pero, si acá no hay casos! ¡Pero, si ese bicho no se le pega a los niños! ¡Pero, si pagué todo el mes, pues que el rector se quede con ellos en su casa!

Fue un momento de pánico familiar cuando en el grupo de Whatsapp del colegio del niño, avisaron la suspensión de clases, por Alerta de Coronavirus. ¡Pero, si acá no hay casos! ¡Pero, si ese bicho no se le pega a los niños! ¡Pero, si pagué todo el mes, pues que el rector se quede con ellos en su casa!

¿Cómo dormir pensando en qué vamos a hacer con un pequeño ciclón de 3 años gritando 24×7 en la casa? Si tenemos que trabajar, producir, mirar el celular 10 horas al día y ver el noticiero.

Y ¿Cuándo tenemos que amar a nuestros hijos? Ahora solo nos quejamos de ellos: que los niños demandan mucho tiempo (pero derrochan amor y alegría); que los adolescentes, a quienes irrespetuosamente llaman algunos ‘aborrecentes’, solo quieren estar en redes sociales y no salen de sus habitaciones (sus padres no salimos de las oficinas y tampoco nos despegamos del celular) que no tengo tiempo y los niños son muy difíciles…

Tal vez, lo difícil es ser un niño en este tiempo en que los adultos no podemos dedicarles nuestro afecto, nuestras horas más productivas, nuestros mejores abrazos, porque estamos afuera, acelerados 12 horas del día, persiguiendo plata, prestigio y reconocimiento para que nuestros hijos sean felices y no les falte nada.

Les falta nuestro tiempo.

El colegio nos está obligando a volver a ser familias. (Gracias señor rector. Me quedo con el amor de mi vida hasta nueva orden) gracias por obligarnos a tener tiempo en casa, a jugar e inventar nuevas maneras de relacionarnos. Esas maneras antiguas, como almorzar y cenar juntos contando historias, desempolvar el Tio Rico o el Monopoly porque ese nunca se acaba, ir la finca a recoger frutas juntos, leer cuentos, hacer arepitas de plastilina, cargarlos mucho, besarlos hasta el cansancio (Y sin tapabocas o miedo a que se nos dañe el maquillaje o nos manchen la camisa con un moco).

La vida misma se equilibra.

No implementamos teletrabajo, ni siquiera cuando los hijos de nuestros trabajadores están enfermos o de vacaciones, porque no confiamos en la humanidad y preferimos que inviertan tiempo en el tráfico, que vayan a trabajar estresados y lleguen a casa más cansados que de costumbre, además, haciendo que usen carros y buses innecesariamente… Pues tenga pa’ que lleve y comparta. Ahora, por decreto, a la casa. A volver a ser familia.

Y quiénes ganan. Los niños y las niñas. Quienes tuvimos padres y madres trabajadoras podemos recordar la felicidad de tenerlos en casa. Solo su presencia, incluso en actividades diferentes a la nuestra, nos daba seguridad y alegría (bueno, a quienes no nos pegaban, encerraban y gritaban).

Ojalá se nos pegue el virus del amor inconmensurable hacia nuestros hijos, que los miremos y nos perdamos en sus ojos, risas y ocurrencias. Que podamos morir de risa con los adolescentes y sus nuevas formas de hablarse, que nos enseñen a bailar esas cosas raras, que mueran de risa cuando les contemos que en nuestros tiempos (En los años 1.600 como me dicen mis adolescentes) antes del primer beso a un novio, nos hacían visita en la puerta, mínimo lo que dura la cuarentena. Los niños y las niñas tienen Corona. Vamos a honrarla.

Ximena Norato Palomeque/Directora Agencia PANDI